EL CASO KOBE

Pocos jugadores levantan tantas pasiones u odios como Kobe Bryant. Para algunos egoísta y individualista hasta el extremo, para otros un artista del baloncesto. Sea como sea, Kobe es, cuanto menos, un jugador que no deja a nadie indiferente y por este motivo me ha parecido interesante colgar un fantástico artículo de Gonzalo Vazquez, posiblemente el mejor analista de la NBA en todo el mundo latino, sobre el número 24 de los Lakers.

Me pregunto cómo es posible que alguien que frecuenta con insultante normalidad proezas vedadas a la mayoría despierte una controversia tan enorme. Se suponía que la cuota estelar que un jugador acumulaba en su equipo era suficiente para formar consenso.

Pues hete aquí que no, que no lo hay ni puede haberlo en torno a una figura, única en su especie, llamada Kobe Bryant. Para entender este raro fenómeno puede valer una expresión, la kobeopatía, cuyo significado guardaría un doble motivo: de un lado, dar nombre a la afección que propiamente padece el jugador; y de otro, a la que indudablemente despierta en un grueso sector del aficionado NBA, incapaz de tragarle como deportista.

La primera característica que define a Kobe Bryant, la más visible y terca de todas, es su compulsión por demostrar que puede anotar en cualesquiera circunstancias. La selección de tiro es un concepto que no le afecta. Para el observador, todo su Baloncesto nace y termina en sus manos. Para él, todo nace en sus manos y termina, o tiene que terminar, en la red. Se diría entonces que el recorrido de su juego es minúsculo. Y no es así. Porque lo que contienen sus manos es tan abundante y frenético como un balón que viajara a la velocidad de la luz, sólo que en un espacio tan pequeño como el que su mismo tamaño ocupase, o sea, un infinito sobre cero. Pues eso es Kobe Bryant: un absoluto genio del 1 contra 5 pero un idiota táctico, alguien incapaz de comprender el juego como cosa democrática y hasta moderadamente ajena a él. De ahí que su segunda característica, derivada de la primera, resida en una deficiencia patológica muy profunda para salir de sí mismo hacia los demás. No se trata de un bobo altruismo, sino del fundamento mismo sobre el que se sostiene el Baloncesto como deporte de equipo. En el fondo, a Bryant le sobraron siempre sus compañeros. Le incomodan y resultan bocas molestas que algo más molesto aún reclama alimentar. El equipo ideal con que Kobe soñó desde niño estaría formado por él y, créanlo, por nadie más. "You're the best" , le repetía su padre. "You're the best", le dijeron en Lower Marion. "You're the best", le hizo entender West tan sólo con llevárselo a la tierra de los sueños. Un anillo, dos anillos, tres y... ¿23 años? "Hey, Kobe, and... why not only you?". Y en un abrir y cerrar de ojos todo se precipitó con igual guión que un golpe de estado. ¿Y quién aparece al mando de toda la operación a los ojos del mundo? Pues la segunda kobeopatía guarda su mayor relevancia en este preciso punto.

Porque resultado de todo ello devino un imperio en ruinas que todo el mundo observa salvo él. Lejos de asumir responsabilidad alguna en la desbandada y quiebra, Kobe encuentra entonces un íntimo placer en la situación creada. Se queda solo yencuentra su verdadero sentido como profesional. Este sentido queda exactamente revelado en cada golpe a su pecho -casi podía escucharse el "I'm the greatest"- tras el punto número 62 ante Dallas; punto, digámoslo bien alto, al que ningún otro mortal no llamado Wilt Chamberlain había llegado jamás a esas alturas de partido.

De cómo es posible que la historia estime los 60 de Bird en Louissiana -por citar uno de tantos- como una divina migración del jugador hacia el aro, y despierten en cambio más recelo que asombro las orgías anotadoras de Bryant en una NBA impracticable, es algo que tan sólo puede explicarse bajo algún tipo de anomalía que, por supuesto, no consensúa el público espontáneamente sino que tiene su origen más radical en el propio jugador.

Guste o no, gravita sobre toda estrella una imagen pública. Ésta viene dada por un historial de relaciones simbólicas con el espectador que el tiempo fragua y compacta. Uno no es solo jugador. Es también actor, sólo que, o no se tiene que notar mucho, o si se nota, el papel tiene que desnudar algún tipo de empatía con algo o alguien. Para desgracia suya, Bryant no ha demostrado jamás empatía distinta que la propia del narcisista patológico, es decir, consigo mismo. Bryant es el único jugador directamente abucheado en una velada relajada como el All Star Game (en San Antonio no fue Jordan la diana del abucheo sino la decisión de otorgarle el premio). Y lo fue para colmo en su ciudad natal, Philadelphia. Salir con un descaro tan infame a por el MVP no es más que la prueba en bruto de una personalidad obsesiva, enferma, que todo su colosal talento no consigue diluir, cosa que a él tampoco interesó nunca.

En lo suyo, la anotación a costa de todos, Bryant es el mejor. De veras que lo es. Nunca hubo más brillante coágulo del juego. Pero tanto se ha empeñado en descubrir su egotismo al mundo que los odios que despierta son perfectamente razonables. Anotadores geniales ha habido muchos. Pero habría que crear una categoría exclusiva donde Bryant apareciera solito. Porque incluso aquéllos que más precisaban de la congestión de balón, como Maravich o Petrovic, eran tan tunos que con dos o tres pases geniales quedaban indultados de culpa.

Naturalmente que Bryant quiere volver a ganar un anillo. Su más orgásmica fantasía pasa por hacerlo además sobre O'Neal. Pero a medida que transcurran los años y no lo consiga, no les quepa la menor duda de cuál será su venal objetivo: retirarse como el máximo anotador en la historia de la NBA. Así, ni su pasión habrá resultado inútil ni él mismo encontrará mejor modo de liberarse de la segunda kobeopatía, pues las futuras generaciones sólo sabrán de su enorme proeza. Pero no le habrán conocido ni, quédense con esto, disfrutado. Y créanme: lo conseguirá.

Gonzalo Vázquez (artículo publicado en Eurosport.es el 12 de enero de 2006)